Adiós, bonica.

Rozo con mis dedos la punta de tu memoria, que se escurre de la mía para no dejar rastro, para no dejar huella.

Inhalo tu pasado huyendo de mi presente, queriendo construir un futuro que no existe si no es contigo de la mano, si no es contigo, sin embargo, qué hago yo si no recuerdas lo que ocurrió, si mi mente te ha borrado de un plumazo, si en el templo de mi memoria ya no hay espacio para un cuerpo que solo vive cuando la soledad escarba la herida.

Qué hago yo si el paso de los años ha hundido mi alegría en la nostalgia del no abrazo, del no beso que te di cuando ya sabía que ese jueves la muerte venía a por ti.
Qué hago yo si no sé dónde enviar las cartas que te escribo, si no hay dirección allá donde quiera que estés, solo una mancha negra que aparece y desaparece en el centro de tu rostro en cada fotografía que no hicimos, en cada palabra que no dijimos.

No quiero no recordarte, no pensarte, no quererte, no idealizarte. No buscarte entre los restos del desastre ni encontrarte tras las huellas que dejaste.

Recuérdame que te tengo que olvidar me digo. ¿Cómo lo hago? Pregunto. Solo quiero avanzar y no lo consigo. ¿Cuándo dejaré de ver tu sombra en la cama? ¿Cuándo dejaré de oír la voz que por la noche me llama?

Desterrarte no es el triunfo ni tu muerte mi bandera. Qué hago yo si en el cielo ya no te veo, tampoco en el cementerio. Si ya no busco tu nombre en la piedra que tallé, si ya no beso el abanico que en mi piel tatué, ni en mi costilla izquierda descansa la tinta con la que despediste tu ser. Bonica. Eso pone en mi costilla. Ya lo sabes.

Qué hago yo si ya ni tu voz recuerdo, ni tu pelo, ni tus manos, ni tu cuerpo.
Y al pensarte hago el esfuerzo y anoto en mi cuaderno de memorias: «nunca te fuerces a recordar, nunca te olvides de olvidar.»

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