¿Estás?

Doce y media de la noche. Mis párpados ya están en lucha constante con Morfeo. Se cierran, se abren, se vuelven a cerrar y se vuelven a abrir. En el transcurso de ese abrir y cerrar de ojos, una luz tenue alumbra mi habitación. Minutos más tarde, silencio.

Cojo el móvil, único culpable de mi desvelo. Pienso que no será nada importante, quizás algún nuevo me gusta en la foto que subí ayer a Instagram, un comentario de mi madre en Facebook, o algún pesado desvelado por WhatsApp. Algún pesado desvelado por WhatssApp. Ojalá, tú.

“¿Estás?” Leo con los ojos entreabiertos. Mi corazón se acelera al ver el remitente del mensaje, cuyo nombre al revés comienza y termina en ‘A’. Ahora mis ojos permanecen más abiertos. Ya no recuerdo que mañana entro a las ocho a trabajar, ya Morfeo no me gana la batalla; ya no quiero, ya no tengo ganas de cerrar los ojos, pues ya estoy dispuesta a soñar despierta.

Cuando me preguntas si estoy nunca sé a ciencia cierta a qué te refieres, qué querrás decir, qué querrás saber, qué querrás de mí. Si estoy bien, si estoy mal, si estoy alegre, si estoy triste, si estoy cansada, estresada, frustrada, si estoy despierta, si estoy sola, si estoy en casa, si tengo ganas. Si estoy despierta sola en casa con ganas. Con ganas de todo, con ganas de todo contigo.

Me preguntas sin miedo a nada, sin miedo a que la respuesta cambie de la noche a la mañana, sin miedo a que un día esté con alguien que no eres tú, pero que tampoco es él, alguien que, quizás, solo soy yo. O no soy yo, no sé, el caso es que no serás tú.

Ayer volvió a pasar. Volviste a preguntar, y yo, yo no supe qué contestar o si lo supe, pero no quise y cuando lo hice ya era tarde. Ya era tarde para mí.

“Sí, estoy. ¿Necesitas algo?”, respondí. Horas más tarde, doble check azul, ninguna respuesta. Ninguna luz alumbrando la habitación. Ninguna vibración, ni en el móvil ni en el corazón.

Pero qué vas a necesitar un martes a las doce y media de la noche si no es mi comprensión o tu falta de sexo contigo, con tu novia, o con cualquier otra que no soy yo.

Porque estás solo y lo sabes, porque conmigo eres tú y también lo sabes. Como también sabes que quieres hacerlo, pero nunca lo cumples por miedo a que seas tú y que yo sea yo y que ambos seamos los dos.
Miedo a que ese algo que hemos construido a escondidas con pies que se rozan por debajo de la mesa, con miradas furtivas al salir de clase, con caricias por la espalda cuando nadie miraba, con besos en la frente pues tu boca no era mía, con encierros en el baño, en el ascensor… Tienes miedo. Miedo a que todos sepan que tú y yo algún día seremos algo, aunque ese algo sólo suceda en sueños.

Durante mucho tiempo he sido la otra. He sido, fui, e incluso a veces me pregunto si lo sigo siendo ahora. Pero no es tan malo sentirse la otra cuando lo comparas con sentirse la puta de tu propia vida. Una puta a la que todo el mundo desea, a la que todo el mundo quiere llevarse a la cama, pero a la que nadie está dispuesto a querer. Una puta que siempre está ahí cuando más se le necesita, cuando más necesidad de sexo se tiene, cuando ellas, las principales, las protagonistas, las que no son las otras como lo soy yo, fallan, cuando el mundo les falla.

Las putas siempre estamos ahí, siempre se nos tiene en cuenta cuando el mundo se va a la mierda, pero tened claro que antes de ser rey o reina todos y todas hemos sido putas.

Nacida para llorar

Dicen que todo el mundo tiene un don.
Algo por lo que está aquí; algo valioso que le hace único y especial.

Mi abuela nació para que a mi madre no le faltara de nada; Mi madre para que yo existiera; y yo, yo nací para llorar.
Llorar por todo y llorar por nada.
Llorar con rabia y con desgana.
Llorar de alegría, y también de… De eso.

No sé desde cuándo estás aquí, conmigo. Si llegaste hace meses o me acompañas desde siempre. Dándome la mano al caminar, ofreciéndome tu hombro, y apagando los buenos momentos que hacen que ya no brille con luz propia.
Una luz que creía tener, pero que se fue sin despedirse en el momento en que tú decidiste quedarte.

Yo no nací para escribir,
Yo no nací para ayudar,
Para pensar, para disfrutar,
Ni mucho menos para ser madre.
Yo nací para todo eso y mucho más.
Nací para llorar,
Nací para sufrir,
Nací para quejarme.

Y cuando sentí que ella se estaba apoderando de todo, que ya había convertido en grises mis ojos y sellado mis labios, levanté mi dedo corazón y me despedí de ella, sin un motivo, sin un adiós.

Porque, aunque muchas veces necesite de ti, tristeza,
descubrí que, si nací para llorar,
es que también lo hice para escribir, para ayudar, para disfrutar, para pensarte, para ser madre.

En fin, que si me preguntan por qué nací,
Responderé que para vivir.

Cuando conocí a mi madre

Hace poco descubrí que mi madre quiso tenerme. Que quiso traerme al mundo, aún con la certeza, de que este no sería tan bonito como se lo hicieron creer.
Digo quiso, porque, muchas veces, hay madres que son madres sin querer. Y hay madres que se convierten en madres por fallos inexplicables.

He vivido veintitrés años creyendo que había sido uno de esos fallos, un error de cuentas. Y es una putada haber vivido gran parte de este tiempo sabiéndome no querida.
Aunque, para una de las partes siempre fui un error, para la que de verdad importa, fui el mejor de los aciertos.

Llegué un frío día de invierno. Justamente, un 23 de diciembre decidí asomar la cabecita para no volverla a agachar nunca. No lo he cumplido. Llegué pisando fuerte, llegué llorando, y llegué aguando las fiestas a toda mi familia, pero es que mi hermana diez años antes también hizo lo mismo. ¡Menuda puntería, mamá! Pero no todas las noches son nochebuena ni todos los años fin de año.

El mismo año en que yo nací murió Severo Ochoa y Audrey Hepburn; Felipe González fue reelegido por cuarta vez consecutiva como presidente del gobierno, y el camino de Santiago se proclamó Patrimonio de la Humanidad. Veintiún años después supe entender qué es patrimonio gracias a la gestión cultural, pero nunca llegaré a comprender qué es la humanidad.

Cuando conocí a mi madre, supe que nunca sería como ella. Quizás compartiríamos rasgos físicos, tendríamos el mismo color de pelo y ojos, las mismas cicatrices, incluso la misma odiada nariz. También tendríamos la misma risa, el mismo carácter, tan sumiso a veces, y tan bondadoso con quien no deberíamos casi siempre.

Sin embargo, desde el primer contacto con ella ese 23 de diciembre en el hospital Doctor Pesset supe que por más que lo intentara, jamás lograría ser la mitad de lo que es ella.
Tan buena, humilde, trabajadora, guerrera, cocinera, enfermera, psicóloga, curiosa, amante de las novelas de misterio y amor y de las películas de Álex de la Iglesia.
Cuando conocí a mi madre, supe que nunca sería como ella, como también supe que el verdadero amor lo encontraría el mismo día en que nací.

De mí en general

Dices que te acuerdas de mí en general,

Que me piensas más de lo que creo,

Y que te mueres por verme de nuevo.

Dices, a tu manera, que me echas de menos,

Que nadie como yo te da esos besos,

Y que recuerdas aquella tarde en tu casa, entre libros y orgasmos por el suelo, como si todo fuera un sueño.

Dices,

Dices mucho,

Pero nada haces.

Dices que si nos hubiéramos encontrado en otra vida, en otra época y en otra piel, ahora seríamos felices, y que si mi reloj apuntara más de treinta y el tuyo menos de cuarenta, estaríamos juntos.

Dices que estás cansado,

Que tienes mucho trabajo,

Muchas preocupaciones,

Y que, de vez en cuando, otra mujer visita todas tus habitaciones.

Otra que no soy yo,

Otra que es más valiente que tú,

Pero tan ingenua o más que yo.

Dices que te encanta mi mirada,

Mi luz y mi sonrisa,

Y hasta mi manera de gemir y pedirte más.

Más calor,

Más pasión,

Más amor,

Y, sobre todo, más dolor.

Dices que te preocupas por mi salud y la de mis gatos,

Que dentro de poco pasará algo,

Y, te inquietas si descubres que en mi mente solo estás de paso, pues, sabes, mejor que nadie que los jóvenes somos más libres y que, algún día, te perderás algo increíble. Ese algo, yo.

Dices,

Mucho dices,

Poco te mueves,

Y nada haces.

Dices que te acuerdas de mí en general,

Pero no te atrevas a hacerlo,

Si no eres capaz de pensarme en particular.

Bajo el cerezo

Bajo el cerezo, ahí está él. Colocadito, pequeño y frágil, descansando sus ideas y a la espera de volver a sorprender a alguien con la mejor de sus proezas.

Este le ofrece sombra y abrigo, le protege del sol y lo adorna de flores al llegar la primavera. Pero, cuando el frío invierno comienza a asomar, su destino parece estar escrito ya.

Con miedo y rabia mira a la lluvia, pues teme que esta moje su envoltura, y, sus letras, marcadas a fuego en su piel, queden borradas de una vez. También se inquieta cuando chuzos de punta caen sobre su espalda, y, ya más nada puede hacer que esperar el calor estival y suplicar una vida más.

-Solo seis meses.- Se repite cada día.

Casi sin saberlo, el fuerte y viejo cerezo que escucha sus llantos y quejidos, estira sus ramas y lo cubre bajo su manto. Lo cuida, lo defiende, lo besa, lo cura… Pues, sabe, que, en otra vida, él también fue cerezo, y, quién sabe si él mismo, en unos meses, se convierta en ese anticuario abandonado que decora decenas de estanterías y equilibra mesas y sillas.

-Qué caprichoso el destino, amigo. -Le susurra cada noche.- Ayer tú eras yo, mañana, yo seré tú.

Alfa y omega

Siempre fui de muchos principios y pocos finales. Aunque, posiblemente, ambos me aterrorizan por igual.

Da miedo. Pánico. Y hasta mariposas en el estómago dar un paso al frente sin retroceder. Sin mirar atrás. Dejar de lado cosas, personas, imágenes, momentos y recovecos de ilusión. Y también de su antónimo.

Siempre he preferido los puntos seguidos a los finales. Sin embargo, de vez en cuando, está bien abandonar ciertos hábitos. Dar carpetazo, y hasta dar un fuerte golpe en la mesa. Dejar la puerta cerrada, nunca entreabierta. Para que, así, tu recuerdo se digne a marchar, sin hacer ruido. Y mucho menos daño.

Siempre he preferido el griego al latín. La caligrafía, la sonoridad y, hasta los mitos y leyendas que servían para entender, un poco más, este mundo tan inhumano y real.

Alfa, beta, gamma, delta y para de contar. Nunca nadie se acordó de épsilon, zeta o iota, sin embargo, si de omega. Al igual que nunca nadie se acuerda de lo que sucede entre medias. Sí de los nervios del primer día de universidad, la ropa que elegiste para esa primera cita, o incluso, las palabras que usó para despedirse de este mundo.

Alfa y omega. Principio y fin. Dos elementos distanciados equidistantemente. Que se llevan bien o mal, o simplemente, se tienen que soportar, porque ambos, aunque duelan, están entrenados para ser, estar y existir.

Porque no hay principio sin un fin; ni un final sin un comienzo.