Cojo mi libreta y escribo:
Todo lo que nos marca sucede en el hogar.
Releo esa frase de Natalia Ginzburg y me imagino un sello gigante con tinta roja estampado en mi frente. En mi frente de recién venida al mundo. Estás marcada. Estoy marcada por la historia, por mi genealogía familiar, por todos los problemas que tendré y todos los que no superaré, nunca. Desde pequeña, escriben con tinta invisible qué camino has de seguir. El camino de una niña despierta, activa, creativa, independiente y buena estudiante. El camino de una niña que no molesta en casa, que no pelea con su hermana, que recoge su cuarto y sus juguetes, que pone y quita la mesa, que lava los platos, que hace la cama, que acude cuando se le grita su nombre, que quiere tanto a mamá como a papá.
¿A quién quieres más? ¿A papá o a mamá? Esa pregunta me la hicieron por primera vez en el aula de los pollitos de mi colegio concertado de barrio obrero que, a pesar de su esencia comunista y trabajadora, vota a partidos mayoritarios cuyo color destiñe más al azul que al rojo. Empecé a entender el significado de esa frase en esa aula. Empecé a querer a mamá y a papá a los tres años. Empecé a quererlos porque veía que, en clase, todos mis compañeros hablaban de sus padres como seres maravillosos y mitológicos a los que admirar. Parecían auténticos zombies drogados de amor que gritaban a los cuatro vientos cuánto les querían, cuánto les amaban, cuánto hacían por ellos. Y yo, para no parecer un bicho raro, la apestada, la desagradecida, asentía con la cabeza, y, con los ojos hechos chiribitas decía: yo también. Yo también quiero mucho a mis padres.
Los fines de semana vamos al restaurante a comer. Pedimos un menú con primero, segundo y postre. Para ellos, café. Yo casi siempre me pido paella valenciana con pollo y sin conejo y con mucho limón. El limón le quita el sabor a la paella, dice mi padre. Me da igual. Me gusta el limón. De segundo, pollo con patatas. ¿Otra vez pollo? dice mi madre. No me gusta nada más de la carta, respondo yo. Y de postre algo de chocolate. Para ellos, café. Para mi padre, carajillo de terry y después un chupito de lo más fuerte que tengas. Después, si no están cansados y me porto bien, me llevan al parque. Al parque ese de la casita en el árbol y del palo en el centro. Un palo por el que deslizarse como si estuvieras en un espectáculo de pole dance. El día que me deslicé llevaba falda. Una faldita de pana de cuadros rojos y verdes. Ni si te ocurra tirarte con falda, decía mi madre. Afirmaba con la misma seguridad con que el hombre del tiempo asegura que mañana saldrá el sol que me quemaría las piernas, que me saldrían ronchas por todo el cuerpo y que luego lloraría. Ocurrió todo lo que mamá me dijo. A veces pienso que es una especie de bruja o pitonisa que ve el futuro, sobre todo, con los males de la familia. Dice que el día antes de morir mi tío se le apareció en sueños despidiéndose. También, que la noche en la que murió mi abuela, su hermano, mi tío que ya había muerto e hijo de mi abuela, se le apareció cogiéndo de la mano a la yaya y elevándola para siempre. El día que te diga que tengas cuidao, tenlo.
Me rompí las medias, me quemé las piernas y me salieron unas heridas horrorosas que me daba vergüenza mostrar. Las rozaduras de mis muslos no me permitían caminar e imaginaba a la gente observando la escena y riéndose de mí. No podía cerrar las piernitas y parecía un cowboy. Pensé: mamá tenía razón. Y mamá se enfadó conmigo porque decía que nunca le hacía caso, que iba a mi bola, que siempre hacía lo que quería sin pensar en las consecuencias. A día de hoy, me pregunto si esa predicción sobre mis heridas en las piernas también marcó la herida que habita en todo mi cuerpo. Frente, espalda, brazos, manos, cabeza, tronco, muslos y corazón. Si desde esa predicción estoy más marcada que el día que nací. Si desde el día que mis piernas quedaron en carne viva yo ya empecé a ser una herida abierta que pasea por las calles del mundo con zapatillas de correr. Lo soy. Lo somos. Todos lo somos. Hay que seguir corriendo. Hay que aprender a decir: no te quiero aunque sea a tu madre y a tu padre. Aunque te conviertas en esa hija odiada que molesta en casa, que pelea con su hermana, que no recoge su cuarto y sus juguetes, que no pone ni quita la mesa, que no lava los platos, que no hace la cama y que no acude cuando se le grita desde la cocina su nombre.