No me acuerdo de mi primer recuerdo, pero seguramente, lloré. Me acuerdo que estaba en Toledo bebiendo vino y acompañándolo de un buen queso manchego, que no compré yo, cuando le pregunté por WhatsApp a mi madre que a qué hora había nacido. Minutos más tarde, su respuesta: siete y treintaicinco de la mañana. Desde ese día odio madrugar. También descubrí que era capricornio ascendiente capricornio y ahí lo entendí todo. El aparente perfeccionismo, la ansiedad ante la falta de control, el romanticismo empedernido y la locura transitoria por bailar al mismo son que la luna. No recuerdo cuándo se cayó mi primer diente de leche, pero sé que le rezaba al mismo santo que mi abuela para que no fueran las palas de delante. Quería poder morder bien las manzanas y que no se rieran de mí en clase. Me acuerdo del regalo de reyes que más me gustó cuando tenía tres años: un peluche enorme de un león enorme que aún conservo y que me compró mi tío. También recuerdo que no le hice ningún caso al trenecito eléctrico que recorría todo el salón y que costó un ojo de la cara. De esto me acuerdo porque estaba grabado en vídeo y, de vez en cuando, me enchufaba a la tele con un paquete de papas en un ejercicio de egocentrismo desmedido para descubrir quién era esa niña regordeta con el pelo cortado como una cacerola y la cara de haber roto la vajilla entera. Me acuerdo que lloré después porque ese trenecito me lo había regalado Abuela y yo pasé de él como pasaba de comer lentejas los martes. Me acuerdo que mi madre cazó un piojo en la comunión de mi prima la pija y al llegar a casa, me quitó el vestido, me sacó la silla al patio, y con un pozal lleno de vinagre y otro de agua empezó a masacrarlos uno por uno.
–Mira qué gordo- me decía.
También recuerdo que no le dije a ninguna de mis amigas que tenía piojos y, posiblemente, se los pegué a más de la mitad. No me acuerdo de cómo conocí a mis amigos de la infancia, ni si les dejé los juguetes o si alguna vez hice bulliying a alguien como me lo hicieron a mí. Recuerdo los cumpleaños en casa de Abuela, nos encerrábamos en el cuartito de los cumples, todo lleno de globos de colores, serpentinas, muchos sándwich de nocilla y de jamón y queso, coca-cola, ganchitos para mojar en la coca-cola y chuches de las que no tenían mucho azúcar ni pica-pica. Los primeros años invitaba a casi toda la clase. También a los chicos. A los chicos que me gustaban, claro. A los feos no. Después engordé y me volví una rancia. Solo invitaba a las chicas. Solo a mis amigas. Por la noche nos quedábamos a dormir, y subíamos al piso de arriba, y poníamos el canal trece con el volumen bajito o quitado y veíamos muchas tetas y muchos culos y muchos penes. Nos entraba la risa siempre. También restregábamos el chocho en el pico de la cama y nos daba gustito. Nunca más hablamos sobre ello. Miento cuando digo que me masturbé tarde. Bueno, no miento. Con conciencia me masturbé tarde. Muy tarde. Pero mi primer tocamiento fue con menos de ocho años y en compañía de mis amigas. Había dos camas y cuatro esquinas. Nos turnábamos. Primero una y luego la otra. Y después nos contábamos la experiencia, aunque ya lo habíamos visto todo. Y nos reíamos. Nos reíamos mucho mientras comíamos chuches y sándwiches de nocilla. No me acuerdo de mi primer suspenso, ni de mi primera caída, pero sí me acuerdo de cuando me hice un esguince saltando a la pata coja en una escalera del colegio que ahora no existe. De los días sin ir al cole, de mi padre cargando mis kilitos de más a su espalda para subirme a casa (vivo en un quinto sin ascensor) y de quitarme más pronto que tarde la venda, la de la pierna, la de los ojos me costó bastante más. También de cómo me llené las piernas de sangre tras caerme sobre unos bloques de hormigón. Llegué a la casa del pueblo llenita de rojo chorreando mi propia tinta. Días después, María del Mar, mi amiga del pueblo, me tocó las caderas y me dijo que pronto me bajaría la regla. Y así fue. Me acuerdo que se lo oculté a mi madre hasta que la mancha fue evidente, cogió una compresa-pañal de mi abuela y la cargué todo el día entre las piernas. Le dije que no se lo dijera a nadie, pero en la comida fue la noticia bomba. Nunca entenderé la necesidad de hablar de sangre con un pollo con patatas en el plato. A mí no me dijo lo de “ya eres una mujer”. A mi hermana, sí. La hundió tanto que decidió no volver a asumir ese riesgo conmigo. Me acuerdo que, desde ese día, ya no le he vuelto a contar nada a mi madre.