Las sandalias de nazareno

Ha vuelto a pasar. Me ha vuelto a sonreír una monja cuando paseaba por las calles del centro. Hacía tiempo que no me pasaba. Quizá, porque las monjas no paseaban por las calles o porque yo no salía más allá de mi barrio. Hubo un tiempo en mi vida en el que me pasaba horas y horas pegada al ordenador viendo vídeos de Youtube de monjas. Monjas que acababan de decidir que querían ser monjas. Monjas que contaban los días para meterse en el convento (de clausura). Monjas que vestían de sotana azul cielo, que sujetaban sus vestiduras con un cordel blanco y llevaban sandalias de nazareno. Las sandalias de nazareno son las sandalias que usan los capuchinos de mi barrio en Semana Santa. Cuando era pequeña, yo no me fijaba en los personajes bíblicos, ni en Jesús, ni en María Magdalena, ni en los fuertes romanos con las piernas peludas y turgentes.

Cuando era pequeña, yo me fijaba en las sandalias de los nazarenos. Algunas eran blancas, otras moradas, otras rojas. Y yo solo quería salir en la procesión de Semana Santa para ponerme esas sandalias de colores. Hubiera sido más fácil ir a la zapatería de la esquina y pedirle y exigirle y rogarle a mi madre que, por favor, por lo que más quisiera en el mundo, me comprara esas putas sandalias de Nazareno. Lo cierto es que creía que tenían algún tipo de súper poder o algo parecido, pero al verlas en el escaparate rebajadas, descubrí que no, que cualquiera podría llevarse a casa esas sandalias sin necesidad de ser nazareno, ni de salir en las procesiones de la Semana Santa Marinera, ni mucho menos de meterse en un convento de clausura.

Veía esos vídeos y me quedaba embobada. Observaba muy de cerca las facciones de sus caras, las arruguitas que se les marcaban en los ojos a causa de una felicidad desmedida, la sonrisa amplia como el alma que se levanta hacia el señor. Todas eran jóvenes. Podían rondar perfectamente de los 18 a los 25 años. Y eran felices. Muy felices. Tenían fe. Sigo pensando que las personas que tienen fe, lo tienen todo ganado.

Mi antes y mi después

Dicen que siempre hay un antes y un después. Un principio y un fin, una respuesta a todas las preguntas, un motivo por el cual decidiste cambiar. No ser la misma persona que fuiste ayer, ni mucho menos, la misma que lo será mañana.

Siempre creí que el culpable de mi insomnio, de mis malas caras, de la inmensa tristeza que me acompaña y que, de vez en cuando, me golpea fuertemente en la espalda, era él.
La persona con la que comparto, únicamente, sangre y apellidos, la persona que se casó con mi madre, y un frío día de invierno, después de la noche más buena del año, decidió que era momento para traer una niña no querida a este loco mundo.

Una no es consciente de eso hasta que cumple la mayoría de edad, o por lo menos, hasta que no es lo suficientemente madura emocionalmente como para afrontar la verdad, la dura y cruda realidad. Esa que te atraviesa el estómago, el alma y el corazón, y actúa como cuchillos cortándote más que la respiración.

Siempre he oído eso de “los amigos son la familia que uno escoge”, pues la familia te toca. Por suerte o por desgracia. Algunos tienen más puntería y nacen rodeados de flores y de luz, y otros como yo, crecen en una absoluta y profunda oscuridad de la cual es muy difícil salir, resurgir. Más tarde, viene la parte de volar, de crecer, de crear otra familia más allá de la sangre, y ahí, es cuando intervienes tú. Cuando decides quien entra y sale de tu vida, cuando tú, y solamente tú, tienes el poder de aferrarte a personas escudo, que te protegen y cuidan sin pedir nada a cambio, o personas cuchillo, que esperan a que te des la espalda para clavarte el puñal hasta lo más profundo del alma.

Y yo, yo elegí mal.

No me culpo, pues bastante sufrido está el asunto. Sin embargo, me arrepiento de haber dejado la puerta abierta a personas que ni siquiera se preocuparon en llamar. Lo bueno de todo esto es que nunca es tarde para darse cuenta, para abrir los ojos, para descubrir que hay gente en este mundo que te quiere ver caer, que te quiere ver sufrir, que no acepta, bajo ningún concepto, que un día quieras ser feliz.

Y no es que yo crea en la felicidad, pues para mí no significa nada, es un solo concepto que nos han querido vender desde arriba, no Dios, sino las grandes empresas. Para mí, la felicidad no existe, no es un estado de ánimo, simplemente se basa en momentos en los que no estás triste. Pues, ni el ser humano puede vivir feliz continuamente, ni triste eternamente.

Sin embargo, sí he notado que esa felicidad de la que hablo, cuando se ha dignado aparecer y ha decidido quedarse a vivir aquí, junto a mí, cerca de mi ombligo, esas personas cuchillo, han conseguido que se esfume por completo casi de un soplido.

Y, por ello, aunque tarde, h decidido que necesito irme, marcharme, lejos de ellos y cerca de mí, porque solo así, conseguiré, aunque sea por momentos, creer que merezco algo bueno y ser un poco menos triste y más feliz.

Dicen que siempre hay un antes y un después, y lo mejor de todo es que lo has podido reconocer.

Alfa y omega

Siempre fui de muchos principios y pocos finales. Aunque, posiblemente, ambos me aterrorizan por igual.

Da miedo. Pánico. Y hasta mariposas en el estómago dar un paso al frente sin retroceder. Sin mirar atrás. Dejar de lado cosas, personas, imágenes, momentos y recovecos de ilusión. Y también de su antónimo.

Siempre he preferido los puntos seguidos a los finales. Sin embargo, de vez en cuando, está bien abandonar ciertos hábitos. Dar carpetazo, y hasta dar un fuerte golpe en la mesa. Dejar la puerta cerrada, nunca entreabierta. Para que, así, tu recuerdo se digne a marchar, sin hacer ruido. Y mucho menos daño.

Siempre he preferido el griego al latín. La caligrafía, la sonoridad y, hasta los mitos y leyendas que servían para entender, un poco más, este mundo tan inhumano y real.

Alfa, beta, gamma, delta y para de contar. Nunca nadie se acordó de épsilon, zeta o iota, sin embargo, si de omega. Al igual que nunca nadie se acuerda de lo que sucede entre medias. Sí de los nervios del primer día de universidad, la ropa que elegiste para esa primera cita, o incluso, las palabras que usó para despedirse de este mundo.

Alfa y omega. Principio y fin. Dos elementos distanciados equidistantemente. Que se llevan bien o mal, o simplemente, se tienen que soportar, porque ambos, aunque duelan, están entrenados para ser, estar y existir.

Porque no hay principio sin un fin; ni un final sin un comienzo.