Cuando crecemos, la vida cambia, y nosotras, con ella. Lo que creíamos que nos convenía, ahora resulta que no; lo que pensábamos que jamás haríamos, ahora es todo lo contrario, y, sobre todo, esas amigas con las que estabas día a día en el colegio, ahora, a duras penas puedes verlas una vez al mes. A veces, pienso que debo dar las gracias al Cristo del Sabuco o a la Virgen de los Desamparados porque los astros se hayan alineado para que se cuadren nuestras agendas. Pues, desde siempre, hay amigas que están más ocupadas que un ministro y con las que los planes hay que organizarlos con semanas, meses, incluso años de antelación.
Era lunes. Un lunes caluroso de agosto, cuando, de repente, veo la luz de la pantalla del móvil iluminada y unos cuantos mensajes en el grupo de Whatsapp de los amigos de toda la vida.
-Oye, ¿Quedamos mañana para cenar?
-Vale.
-Genial.
-Perfecto.
¿Dónde vamos?
Tras varios mensajes intentando ponernos de acuerdo en cuál sería el lugar idóneo para la quedada, decidimos cenar en un local que han abierto recientemente en el centro comercial más cercano a nuestro barrio. Ninguna había ido. Ninguna lo había probado, pero mucha gente había hablado bien de este, aunque, en tripadvisor las buenas opiniones y las estrellitas brillaban por su ausencia.
-¿Os vais a arreglar?
-No.
-¿Para ir solo a cenar?
-¡Ni de coña!
Éramos cuatro. Cuatro amigas de la infancia. Y con infancia quiero decir: de la infancia. Nos conocimos en la guardería con dos años y desde entonces somos inseparables. Hemos vivido nuestra primera regla, nuestro primer amor, desamor, experiencia sexual. En fin, ¡muchísimas cosas!
Las cuatro paseábamos en línea, la una al lado de la otra, como si de una pasarela se tratase. Para mis adentros me dije: Joder, somos como las de Sexo en Nueva York, pero sin estilo, sin tacones, con las puntas abiertas y yendo a un restaurante de un centro comercial. Conforme iba visualizándonos, caminando cual diosas del Olimpo, el sueño de parecernos lo más mínimo a Carrie, Charlotte, Samantha y Miranda se caía en picado.
Tenemos todas veintiséis años, menos yo. Yo sigo teniendo veinticinco y hasta que no sople las velas en diciembre no voy a reconocer que soy del 1993, es decir, la edad de los veintiséis. Ya habrá tiempo para querer quitarse años, mientras tanto, no me voy a añadir uno de gratis. Todas mis amigas, menos yo, ya tienen, por así decirlo, la vida resuelta. Todas tienen pareja, sin embargo, yo llevo cuatro años en busca y captura del amor verdadero, en el cual, cada día creo menos (quizá porque me quiero más). Todas tienen trabajo medianamente estable,o al menos, un trabajo que les permite comer, beber y tener algo de vida social, menos yo. Yo me creo poeta, o gestora cultural, o periodista, o community manager, pero al final soy un poco de todo y un poco de nada, pues, todo eso no me llena la cartera, aunque sí el alma.
Mientras pedíamos la cena, la conversación derivó a casas medio acabadas, albañiles mentirosos e impostores, pañales, bebés prematuros, vestidos para la boda que tendremos el año que viene y la nula cantidad de sexo que practicaban con sus parejas.
Yo simplemente devoraba la hamburguesa (riquísima, por cierto) y para mis adentros me moría de envidia. Después tuve ganas de romper a llorar, pero seguí comiendo. Demasiado drama hay ya en mi vida, pensé.
-Solo habláis de estas cosas. Me siento fuera de onda. Como que no tengo ningún objetivo resuelto.
-Pero, ¿tú quieres casarte? ¿Tener casa? ¿Hijos?
-¡Pues claro!
-¿Seguro o lo quieres porque lo tenemos nosotras?
Esas preguntas me dolieron. Me dolieron mucho, y más, viniendo de la boca de mis amigas. Parecía que yo quería ser como ellas por simple envidia, pero no, se equivocan. Desde pequeña he querido seguir la línea tradicional y conservadora de la vida: casarme, tener hijos, un trabajo fijo y un largo etcétera. Sin embargo, esta quedada me hizo reflexionar, ir más allá y plantearme preguntas que, nunca antes me había hecho, quizá, porque nunca creí que fuera el momento adecuado. ¿Estoy teniendo la vida que quiero tener? ¿Denota inmadurez vivir aún con mis padres a pesar de no querer? ¿A mis veintiséis años he conseguido la mitad de cosas que me he propuesto? ¿Moriré sola? ¿Con gatos? ¿Desde cuándo a los veintiséis años se habla de bebés, sacaleches, encimeras mal puestas y sexo aburrido y rutinario? ¿Algún día tendré lo que creo merecer? ¿Me sonreirá la suerte alguna vez?
Después de unos desahogos con otra amiga por whatsapp, llegué a casa, me desnudé, me tiré en la cama y empecé a rebuscar en el historial de fotografías de mi teléfono. Descubrí una foto que me había hecho esa misma tarde en la terraza de mi casa. No era una foto perfecta, ni mucho menos, con ella no me ganaría ni veinte likes. Estaba desenfocada, los tonos eran oscuros, mi pelo estaba revuelto, los bolsillos abiertos, pero… llevaba una camiseta. Llevaba LA CAMISETA de Versat i Fet, un evento de poesía que organizo junto a mi hermana y el cual ha crecido de la nada, desde cero, sin ninguna ayuda, y con mucho esfuerzo, y, al verla, no me quedó otra que sonreír. Sonreír mucho y muy fuerte.
Es cierto. Mi vida no es estable. Sigo viviendo con mis padres, tengo un trabajo que amo, pero que no me llena la nevera, no tengo pareja, pero sí tinder, y, sobre todo, tengo siempre muchas aventuras que contar. Cada día me pasa algo nuevo. Algo digno de mencionar. Algo digno de risa, y a veces, llanto. Algo que no ocurre cuando la rutina de ocho horas diarias frente al ordenador de la oficina golpea tu vida y te deja más K.O. que en un combate de boxeo.
Y ahora, después de escribir esto, me siento una jodida diva. Me siento la Carrie Bradshaw del Cabañal, pero con unas bragas del primark, con las tetas, que no pechos, desnudas, un ventilador que mueve el aire caliente y un ordenador que nunca será un Mac. Y sonrío. Sonrío mucho y muy fuerte. Porque sí. Porque estoy donde tengo y quiero estar. Porque hago lo que quiero y cuando quiero. Y porque sé, que, aunque cueste, voy a conseguir todo lo que me he propuesto.