Las sandalias de nazareno

Ha vuelto a pasar. Me ha vuelto a sonreír una monja cuando paseaba por las calles del centro. Hacía tiempo que no me pasaba. Quizá, porque las monjas no paseaban por las calles o porque yo no salía más allá de mi barrio. Hubo un tiempo en mi vida en el que me pasaba horas y horas pegada al ordenador viendo vídeos de Youtube de monjas. Monjas que acababan de decidir que querían ser monjas. Monjas que contaban los días para meterse en el convento (de clausura). Monjas que vestían de sotana azul cielo, que sujetaban sus vestiduras con un cordel blanco y llevaban sandalias de nazareno. Las sandalias de nazareno son las sandalias que usan los capuchinos de mi barrio en Semana Santa. Cuando era pequeña, yo no me fijaba en los personajes bíblicos, ni en Jesús, ni en María Magdalena, ni en los fuertes romanos con las piernas peludas y turgentes.

Cuando era pequeña, yo me fijaba en las sandalias de los nazarenos. Algunas eran blancas, otras moradas, otras rojas. Y yo solo quería salir en la procesión de Semana Santa para ponerme esas sandalias de colores. Hubiera sido más fácil ir a la zapatería de la esquina y pedirle y exigirle y rogarle a mi madre que, por favor, por lo que más quisiera en el mundo, me comprara esas putas sandalias de Nazareno. Lo cierto es que creía que tenían algún tipo de súper poder o algo parecido, pero al verlas en el escaparate rebajadas, descubrí que no, que cualquiera podría llevarse a casa esas sandalias sin necesidad de ser nazareno, ni de salir en las procesiones de la Semana Santa Marinera, ni mucho menos de meterse en un convento de clausura.

Veía esos vídeos y me quedaba embobada. Observaba muy de cerca las facciones de sus caras, las arruguitas que se les marcaban en los ojos a causa de una felicidad desmedida, la sonrisa amplia como el alma que se levanta hacia el señor. Todas eran jóvenes. Podían rondar perfectamente de los 18 a los 25 años. Y eran felices. Muy felices. Tenían fe. Sigo pensando que las personas que tienen fe, lo tienen todo ganado.

El mechero de Autoepsilon

 

Espalda recta. Mirada al frente. Camina despacio, pero no tanto. Un paso detrás de otro, pero no así. Las manitas pegaditas la una con la otra. No las separes nunca. Las joyitas metiditas en el bolsito. Nada de pulseras. Nada de anillos. No te metas las manos en la boca. Es de mala educación. No mires atrás. La de detrás seguirá tu ritmo, y la de detrás de la de detrás también, y así sucesivamente hasta llegar al último de la fila. Serás la primera. Estarás contenta ¿no? Cuando suene la música, sal disparada. Y recuerda: un pie detrás de otro, haces el paseíllo tal y como hemos ensayado, y cuando el canto cese te sientas en la silla. Espalda recta. Mirada al frente. Sonríe un poco, niña. Camina despacio, no vayas a caerte. No aún no. Cuando cese el canto y el último de la fila haya llegado a su sitio, te sientas. ¿Lo has entendido?

Esa mañana me desperté antes de lo normal. A las doce era la ceremonia y yo ya estaba en pie a las ocho en punto. No recuerdo a quién contrataron para grabar el gran día. Mi madre me decía que mirara a la cámara y sonriera, que hiciera como que mojo las galletas María en leche, digo hiciera porque la leche ya me la había bebido dos horas antes, y ahora lo que era una taza de Minnie Mouse repleta de un poco de leche con mucho colacao no era más que agua sucia del fregadero. Me puse el vestido de princesita heredado de mi hermana con los dobladillos persistentes para no caerme al pisarlo, las horquillas de florecitas en mi pelo liso de plancha, mis anillitos y pulseritas y cadenitas con la imagen de la Virgen María que, después, me harían quitar, y mis nulas ganas de mirar a la cámara mientras leía el evangelio, tarareaba esas canciones tan pegadizas y repetía en mi mente: Dios está aquí. Tan cierto como el aire que respiro. Tan cierto como la mañana se levaaaanta.

Mis ocho años se sentían extraños al ver que mi ya cuerpo y no cuerpito blanco con las orejas perforadas con pendientes dorados regalados por abuela iba a ingerir por primera vez otro cuerpo, pero no un cuerpo normal y corriente, sino un cuerpo glorioso y celestial: el de Cristo. Me atemorizaba pensar que dios podría ver cómo era por dentro. Mis células, mis vísceras, mis riñones… Una casquería de placer entre dios y yo. Sin embargo, como descubrí años después, el sexo no sabe a lo que una se espera. No es algodón de azúcar, ni galletas de chocolate, ni pizza barbacoa con mucha salsa y mucha carne y mucho queso. El sexo sabe a sardina rancia, fruta amarga y yogur caducado. Y en casos peores… A nada. Como aquella hostia consagrada que sabía a completa nada, pero que se pegaba al paladar como chicle recién escupido y pisado.

-Sonríe, niña- decía mi madre sin palabras desde su banqueta.

Y sonreía como ella hablaba. Para dentro.  Sin mover la boca.

-Sonríe, niña, que no te cuesta nada, pero a nosotros sí-.

Esa frase sí se oyó. Y retumbó en toda la iglesia. Tan cierto porque yo le canto y me puede oír…  levántate y no te sientes hasta que el canto cese. Y cuando cese, levantas tu alma hacia el señor y en dirección al altar recoges tu pequeño cirio. Tu vela encendida. La luz al final del túnel. La campanilla que te guiará hacia una nueva senda. Todo esto con el cuerpo de Dios ya dentro. Muy dentro de mí. Notaba retortijones. No sé si por la hostia  o por el empacho de galletas María. Cuando cesó el canto, me senté con la velita entre mis dos manitas y mientras el último de la fila llegaba a su silla, mi boca cerrada se abrió para borrar de un soplido todo rayo de luz falsa. Y mi padre, muerto de rabia y vergüenza, sacó su mechero azul cielo de Autoepsilon: tu empresa de automóviles más cercana y fue, justo en ese momento, la primera vez que no dejó que se apagara mi luz.

Huevos fritos con patatas

 

Qué mentira, la vida. Qué mierda, la vida. Mira, Mari, quien sale en la tele. ¿Te acuerdas de este? Mira qué ropa. Mira qué pintas. Los mejores años, no como los de ahora. La mejor música, no como la de ahora. Esos sí que sabían, no como los jóvenes de ahora. Me mira. Sonrío. Mari, a mí hazme un huevo frito, pero que este no se te rompa, y con la yema tierna y jugosa para que pueda sucar bien con el pan.  Y unas patatas fritas, Mari. Puto Valencia. Puto Barça. Catalanuscos de mierda. ¿Tú sabes la pasta que ganan para que jueguen tan mal? Ese gol lo metía yo con los ojos cerrados.  ¿Tú no comes huevos? Me mira. Sonrío. No asiento con la cabeza. Silencio. ¿No te gustan los huevos fritos? Claro, tú qué vas a saber de la vida. Marian (así llama a mi madre cuando se enfada) este huevo… Pruébalo. Está roto. Y la yema no está ni jugosa ni tierna ni naranja. ¿Y las patatas? Están negras. ¿Desde cuándo no limpias el aceite? Incomible, Marian. Qué mentira, la vida. Qué mierda, la vida. ¿Y tú qué miras? Sonrío. En qué mala hora eché aquel polvo con tu madre. ¿Me oyes? En qué mala hora eché aquel polvo con tu madre. Me mira. Sonrío. Asiento con la cabeza. Silencio.

Fui consciente de lo que ocurría en casa cuando cumplí los cinco años, aunque antes ya apuntaba maneras. Abro las cajas con los viejos álbumes de fotos y desempolvo todos aquellos que creo que me ayudarán a descubrir quién soy. Empiezo por el del bautismo. En la primera foto, un cuerpito vestido de blanco y con las orejas perforadas se abraza a su abuela. Está tranquila. Está en paz. En la segunda foto, el mismo cuerpito vestido de blanco y con las orejas perforadas y poco pelo, está en brazos de su madre, quien la coge como una madre. Porque solo una madre que es muy madre sabe coger a una recién nacida como lo haría una madre que es muy madre. Pero la niña ya no está tranquila. En paz. Abre un ojito y tuerce el morro como un perrillo al que abandonas y después intentas acariciarle justo detrás de las orejas porque antes le gustaba que se lo hicieran. Y en la tercera, en la tercera foto, el cuerpito vestido de blanco y con las orejas perforadas y el poco pelo ya tiene los dos ojos bien abiertos, y la boca también abierta como quien grita en la soledad del silencio y las manitas en alto exigiendo que sea otro quien le coja en brazos porque, en la tercera foto, es Padre quien posa ante el fotógrafo con una niña a la que nunca llamará hija.

A los seis años, cuando estaba en el recreo con mis amigas, una por una, me contaban que mamá ya no quería a papá o que papá había encontrado a otra mujer o que mamá se había cansado de cocinarle esos huevos fritos imposibles de romperse con la yema jugosa y tierna y muy naranja y con unas patatas fritas en aceite de un solo uso y cortaditas con el mismo amor con el que una abuela coge a su nieta en el día de su bautismo.

-Qué suerte, dije.

-Tú no sabes lo duro que es que tus padres se separen.

Y tú no sabes lo que es vivir con un padre que…

Me miran. Sonrío. Ni asiento ni niego con la cabeza. Silencio. Siempre silencio desde los seis años.

Estoy bien sola

Estoy bien sola. No es un mantra que suena a toda leche en mi cabeza y que repito día tras día para reconocerme en lo contrario. Algo que en las series o películas o libros que ya no leo sería lo evidente. Estoy bien sola. Y es cierto. Aun así, todas las noches, todas las jodidas noches antes de dormir le doy al play a ese vídeo de youtube. Ya no necesito acudir a búsquedas guardadas. El aparatito sabe lo que necesito. Y me lo da. Me tumbo en la cama. Boca arriba. Con los brazos estirados y las piernas muy abiertas. Parece mentira que duerma sola en una cama de matrimonio y tenga que guardar distancias. Dejar el espacio exacto que ocuparía otro cuerpo. Yo suelo quedarme el lado de la ventana o el de la pared. Siempre he pensado que si alguien quisiera drogarme, violarme y después cortarme a cachitos para dar de comer a su perro lo haría antes si me ve dormir en el lado más cercano a la puerta. Tampoco puedo conciliar el sueño si un pie queda fuera de la cama o de la manta o de la sábana. Pienso que una mano grande con uñas largas, sucias y afiladas atravesará el suelo y agarrará mi pie para llevárselo consigo. A mi pie y a mi cuerpo. Para drogarlo, violarlo y cortarlo a cachitos después. Algo poco común porque bajo mi cama no hay nada. Solo cajas, ropa vieja y algunos libros de los que ya no leo. Cuando duermo con alguien también siento ese miedo y casi siempre le pido que me deje dormir en el lado más próximo a la pared. Una putada para él. Pero él acepta. Me sonríe y me da un beso. Una putada para él. Le gusto mucho. Muchísimo. Pero aun no sabe que al apagar la luz mi cuerpo exigirá hacer pis mínimo tres veces. Y tendré que saltar sobre él. Últimamente cuando me tumbo en la cama me entran las ganas de hacer pis que no llegaron durante todo el día. Le digo a mi cuerpo que se espere. Le lanzo mensajes como mantras. Como ese de “estoy bien sola”. El vídeo acaba de empezar. Le acabo de dar al play y aún quedan treinta minutos de meditación por delante. La primera vez me construí mi casa mental. Una casa de dos pisos. Blanca. Con Parqué. Con un sofá también blanco y un ventanal enorme por el que entra la luz del sol. En el piso de arriba, mi habitación. En ella, una cama blanca de matrimonio y un escritorio también blanco. Las paredes llenas de estanterías y estas, a su vez, llenas de libros. Llenísimas. Pero de esos libros que sí leo. O que me he leído alguna vez. O que algún día leeré. En esa casa, siempre invito a la misma persona. Miento. He invitado a dos. A una por error. Me equivoqué de nombre y me supo mal echarle después. Y siempre le lanzo el mismo mensaje. Una cursilada, claro. Anoche cambié de vídeo. Ya me sabía de memoria todos los pasos. Que si me ponga cómoda en mi rincón favorito de la casa, que si visualice el medio por el que lanzar el mensaje, que si sonría a la persona que tengo delante y después le diga todo lo que le tenga que decir. Anoche decidí elegir otro. Mucho más largo. De unos treinta minutos. Treinta minutos en completo silencio donde de vez en cuando una voz de mujer rusa me invita a respirar y a que me diga lo maravillosa que soy, lo querible que soy, lo pasional que soy y lo completa que soy. Sola. Estoy bien sola. Pero a veces necesito un complemento. Al sujeto le acompaña el predicado y al predicado los complementos. Algo así me enseñaron en clases de lengua. Estoy bien sola, pero en el transcurso del vídeo ráfagas de imágenes se cuelan en mi liviano sueño, en mi trance, en esta nebulosa. Yo con el pelo más corto. Yo con la falda de leopardo y las medias rotas. Yo con una teta casi fuera. Yo borracha. Yo fumándome un porro cuando nunca fumo. Tú diciéndome que si sigo borracha no follaremos y yo diciéndote que no estoy borracha porque, obviamente, quiero follar contigo. El bar de al lado. Yo bebiendo agua. Los demás, cerveza. La pegatina. Las risas. Tu madre. Mi padre. Tú no estas gorda. ¿Voy a follar? El vaso de agua en la mesa. El vaso de agua tirado por la mesa. El agua manchando un móvil. Un móvil que no es mío. Qué vergüenza. Pensarán que estoy borracha. Menos mal que no pedí cerveza. No estoy borracha. Tampoco sola. El taxi. Yo apoyada en la ventana esperando que se me pase el pedo porque no solo quiero dormir contigo. El taxi corre. Corre mucho. Primera parada: Benimaclet. Segunda: La Zaidía. Pero nosotros paramos en Benimaclet, no en la Zaidía. Un colchón en el suelo. Una sábana. Tres condones. Historia. Lengua. Sujeto, verbo y complementos. No estoy borracha. ¿Voy a follar? Me duermo. Entro en trance. Estoy bien sola. Pero todas las noches recreo esa noche.

De los ligues a los bebés solo hay un paso

Cuando crecemos, la vida cambia, y nosotras, con ella. Lo que creíamos que nos convenía, ahora resulta que no; lo que pensábamos que jamás haríamos, ahora es todo lo contrario, y, sobre todo, esas amigas con las que estabas día a día en el colegio, ahora, a duras penas puedes verlas una vez al mes. A veces, pienso que debo dar las gracias al Cristo del Sabuco o a la Virgen de los Desamparados porque los astros se hayan alineado para que se cuadren nuestras agendas. Pues, desde siempre, hay amigas que están más ocupadas que un ministro y con las que los planes hay que organizarlos con semanas, meses, incluso años de antelación.

Era lunes. Un lunes caluroso de agosto, cuando, de repente, veo la luz de la pantalla del móvil iluminada y unos cuantos mensajes en el grupo de Whatsapp de los amigos de toda la vida. 

-Oye, ¿Quedamos mañana para cenar?

-Vale. 

-Genial.

-Perfecto. 

¿Dónde vamos?

Tras varios mensajes intentando ponernos de acuerdo en cuál sería el lugar idóneo para la quedada, decidimos cenar en un local que han abierto recientemente en el centro comercial más cercano a nuestro barrio. Ninguna había ido. Ninguna lo había probado, pero mucha gente había hablado bien de este, aunque, en tripadvisor las buenas opiniones y las estrellitas brillaban por su ausencia.

-¿Os vais a arreglar?

-No. 

-¿Para ir solo a cenar?

-¡Ni de coña!

Éramos cuatro. Cuatro amigas de la infancia. Y con infancia quiero decir: de la infancia. Nos conocimos en la guardería con dos años y desde entonces somos inseparables. Hemos vivido nuestra primera regla, nuestro primer amor, desamor, experiencia sexual. En fin, ¡muchísimas cosas!

Las cuatro paseábamos en línea, la una al lado de la otra, como si de una pasarela se tratase. Para mis adentros me dije: Joder, somos como las de Sexo en Nueva York, pero sin estilo, sin tacones, con las puntas abiertas y yendo a un restaurante de un centro comercial. Conforme iba visualizándonos, caminando cual diosas del Olimpo, el sueño de parecernos lo más mínimo a Carrie, Charlotte, Samantha y Miranda se caía en picado. 

Tenemos todas veintiséis años, menos yo. Yo sigo teniendo veinticinco y hasta que no sople las velas en diciembre no voy a reconocer que soy del 1993, es decir, la edad de los veintiséis. Ya habrá tiempo para querer quitarse años, mientras tanto, no me voy a añadir uno de gratis. Todas mis amigas, menos yo, ya tienen, por así decirlo, la vida resuelta. Todas tienen pareja, sin embargo, yo llevo cuatro años en busca y captura del amor verdadero, en el cual, cada día creo menos (quizá porque me quiero más). Todas tienen trabajo medianamente estable,o al menos, un trabajo que les permite comer, beber y tener algo de vida social, menos yo. Yo me creo poeta, o gestora cultural, o periodista, o community manager, pero al final soy un poco de todo y un poco de nada, pues, todo eso no me llena la cartera, aunque sí el alma. 

Mientras pedíamos la cena, la conversación derivó a casas medio acabadas, albañiles mentirosos e impostores, pañales, bebés prematuros, vestidos para la boda que tendremos el año que viene y la nula cantidad de sexo que practicaban con sus parejas. 

Yo simplemente devoraba la hamburguesa (riquísima, por cierto) y para mis adentros me moría de envidia. Después tuve ganas de romper a llorar, pero seguí comiendo. Demasiado drama hay ya en mi vida, pensé. 

-Solo habláis de estas cosas. Me siento fuera de onda. Como que no tengo ningún objetivo resuelto.

-Pero, ¿tú quieres casarte? ¿Tener casa? ¿Hijos?

-¡Pues claro!

-¿Seguro o lo quieres porque lo tenemos nosotras?

Esas preguntas me dolieron. Me dolieron mucho, y más, viniendo de la boca de mis amigas. Parecía que yo quería ser como ellas por simple envidia, pero no, se equivocan.  Desde pequeña he querido seguir la línea tradicional y conservadora de la vida: casarme, tener hijos, un trabajo fijo y un largo etcétera. Sin embargo, esta quedada me hizo reflexionar, ir más allá y plantearme preguntas que, nunca antes me había hecho, quizá, porque nunca creí que fuera el momento adecuado. ¿Estoy teniendo la vida que quiero tener? ¿Denota inmadurez vivir aún con mis padres a pesar de no querer? ¿A mis veintiséis años he conseguido la mitad de cosas que me he propuesto? ¿Moriré sola? ¿Con gatos? ¿Desde cuándo a los veintiséis años se habla de bebés, sacaleches, encimeras mal puestas y sexo aburrido y rutinario? ¿Algún día tendré lo que creo merecer? ¿Me sonreirá la suerte alguna vez?


Después de unos desahogos con otra amiga por whatsapp, llegué a casa, me desnudé, me tiré en la cama y empecé a rebuscar en el historial de fotografías de mi teléfono. Descubrí una foto que me había hecho esa misma tarde en la terraza de mi casa. No era una foto perfecta, ni mucho menos, con ella no me ganaría ni veinte likes. Estaba desenfocada, los tonos eran oscuros, mi pelo estaba revuelto, los bolsillos abiertos, pero… llevaba una camiseta. Llevaba LA CAMISETA de Versat i Fet, un evento de poesía que organizo junto a mi hermana y el cual ha crecido de la nada, desde cero, sin ninguna ayuda, y con mucho esfuerzo, y, al verla, no me quedó otra que sonreír. Sonreír mucho y muy fuerte.

Es cierto. Mi vida no es estable. Sigo viviendo con mis padres, tengo un trabajo que amo, pero que no me llena la nevera, no tengo pareja, pero sí tinder, y, sobre todo, tengo siempre muchas aventuras que contar. Cada día me pasa algo nuevo. Algo digno de mencionar. Algo digno de risa, y a veces, llanto. Algo que no ocurre cuando la rutina de ocho horas diarias frente al ordenador de la oficina golpea tu vida y te deja más K.O. que en un combate de boxeo.

Y ahora, después de escribir esto, me siento una jodida diva. Me siento la Carrie Bradshaw del Cabañal, pero con unas bragas del primark, con las tetas, que no pechos, desnudas, un ventilador que mueve el aire caliente y un ordenador que nunca será un Mac. Y sonrío. Sonrío mucho y muy fuerte. Porque sí. Porque estoy donde tengo y quiero estar. Porque hago lo que quiero y cuando quiero. Y porque sé, que, aunque cueste, voy a conseguir todo lo que me he propuesto.

 

Adiós, bonica.

Rozo con mis dedos la punta de tu memoria, que se escurre de la mía para no dejar rastro, para no dejar huella.

Inhalo tu pasado huyendo de mi presente, queriendo construir un futuro que no existe si no es contigo de la mano, si no es contigo, sin embargo, qué hago yo si no recuerdas lo que ocurrió, si mi mente te ha borrado de un plumazo, si en el templo de mi memoria ya no hay espacio para un cuerpo que solo vive cuando la soledad escarba la herida.

Qué hago yo si el paso de los años ha hundido mi alegría en la nostalgia del no abrazo, del no beso que te di cuando ya sabía que ese jueves la muerte venía a por ti.
Qué hago yo si no sé dónde enviar las cartas que te escribo, si no hay dirección allá donde quiera que estés, solo una mancha negra que aparece y desaparece en el centro de tu rostro en cada fotografía que no hicimos, en cada palabra que no dijimos.

No quiero no recordarte, no pensarte, no quererte, no idealizarte. No buscarte entre los restos del desastre ni encontrarte tras las huellas que dejaste.

Recuérdame que te tengo que olvidar me digo. ¿Cómo lo hago? Pregunto. Solo quiero avanzar y no lo consigo. ¿Cuándo dejaré de ver tu sombra en la cama? ¿Cuándo dejaré de oír la voz que por la noche me llama?

Desterrarte no es el triunfo ni tu muerte mi bandera. Qué hago yo si en el cielo ya no te veo, tampoco en el cementerio. Si ya no busco tu nombre en la piedra que tallé, si ya no beso el abanico que en mi piel tatué, ni en mi costilla izquierda descansa la tinta con la que despediste tu ser. Bonica. Eso pone en mi costilla. Ya lo sabes.

Qué hago yo si ya ni tu voz recuerdo, ni tu pelo, ni tus manos, ni tu cuerpo.
Y al pensarte hago el esfuerzo y anoto en mi cuaderno de memorias: «nunca te fuerces a recordar, nunca te olvides de olvidar.»

Fue aquí

Aquí.
Justo aquí.

En la recta sin nombre, en la blancura de edificios preñados de futuro, en un cuerpo de calles inconexas, en un pálpito de risa, en los cruces de personas ciegas, en un pequeño mundo que se esconde tras la lengua.

Aquí.

En la piedra del camino, en la brisa marinera que me lleva siempre al mismo sitio. A las cuatro paredes empapadas de miradas afiladas, que ríen, en blanco y negro, del falso poeta que al centro llega para invitar con su voz a la atención de una masa sorda, muda e inexperta.  Los vinos que suben, las letras que bajan, que bajan a la comisura de mis labios para gritar te quieros escondidos en una temática impuesta. Que nada inspira. Que tanto cuesta.

Aquí.

Donde manos invasivas quisieron mi carne suya, donde creí que el amor se apellidaba poesía, donde el dormir no significó sólo dormir, donde tú y yo existimos en una cama de cuerpo y medio y un verde bosque, testigo de mi dulce, lenta y dolorosa muerte.

Aquí.
Fue aquí.

En un cruce sin salida mental. En una palabra dicha que nunca quiso salir. En unos ojos que me buscaron como nunca a nadie. En un «me gustas», pero aún no se sabe.

Aquí.

En la calle. En el bar sin nombre. En tu casa. En tu cama. En tu bosque. En tu portal. En esa esquina.

Fue aquí.
Justo aquí.
En Benimaclet.

Perdón y gracias

He soñado cuatro veces en un mes que me suicidaba. Me he despertado empapada. Las lágrimas nacían desde fuera porque dentro ya no quedaba nada.

Esas cuatro veces lo hacía de la misma forma. Siempre de la misma forma. Siempre con las mismas causas. Al llegar a las consecuencias, despertaba.

Miento cuando digo que siempre de la misma forma. Una vez, me rasgaba las muñecas, quizá para comprobar con mi olfato de gata y mi boca de perra que mi sangre es roja y no azul como en los anuncios de compresas. Siempre mienten. Como las personas.  O los sentimientos que acompañan a estas personas. Como yo. Cada vez que me miro al espejo y le digo que me quiero justo después de haber vomitado el pan de ayer. El pan de hoy. El hambre de mañana.
Quiero ser los huesos para que alguien me roa y después me arroje junto a los restos de comida. Mi carne servirá para alimentar familias de más de diez miembros. Mi carne servirá, por fin, para algo más allá que atormentarme cuando el sol de agosto me quema la espalda y mis amigos, todos delgados, solo proponen planes de playa .

El resto de veces me atragantaba con pastillas. Centenares de barbitúricos haciendo compañía a las mariposas que nacieron muertas de entre los jugos gástricos. El estómago es un bonito lugar para morir. La garganta también. Para explicarte el ruido de las palabras sordas.

-Gordas.
-No, sordas.

Como sorda me quedo cuando las lágrimas taponan mis oídos. Y ya no me escucho. Ya no me siento. A veces me pregunto si las lágrimas engordan o si volveré a nacer después de llorarme toda. A veces, que no siempre, opto por la segunda. Intento buscarme segura en el limbo de la locura, de la cordura, de la gordura.

A tu derecha encontrarás todo y cuanto soñaste. Un hombre que te quiere y no te miente, una familia presente, un trabajo que no sea intermitente, y un cuerpo que no anhele la muerte.

A tu izquierda encontrarás la cruda realidad. La inseguridad que besa las manos de los desgraciados con los que te has acostado y que no verás jamás. Las fotos familiares colgadas en la pared y a una niña que ya no sonreía en su niñez. Un cuerpo que no consideras cuerpo, pero, que tienes que quererlo. O eso es lo que te intentan vender.

Miento cuando digo que tengo un nudo en el estómago porque los pájaros de mi cabeza han encontrado su nido ahí. Miento cuando beso con los cerrados. Miento cuando digo con la boca pequeña que no me comeré ese trozo de tarta de queso. Miento cuando digo que me voy a levantar pronto para ir al gimnasio. Miento siempre. Miento a diario. Cuando digo que no me quiero morir mañana, ni dentro de cinco minutos, ni en meses, ni tampoco en años. Ni cuando sea tan vieja que mis dedos ya no puedan marcar el teléfono de auxilio a la hija que nunca tendré, a la hija que nunca nacerá de mí. Me quiero morir ahora. Aquí y ahora.

Quiero que encuentres mi cuerpo desnudo  a juego con los azulejos del baño. Quiero que me llores y me digas: con lo joven que era… Tenía toda la vida por delante.

¿Por delante de quien? ¿Por delante de ti? ¿Por delante de mí? Por delante de mí ya no queda nada. Observo de lejos las mentiras que me he dicho a lo largo de mis 25 años. Mis coqueteos con la muerte tras la barra del bar. Mis jaque mate a la vida. Mi sonrisa impostada para aparentar que soy maravillosa…

Porque lo soy. Y esto no es mentira.

Pero sí que miento cuando digo que me me quiero morir mañana. Que me quiero morir aquí y ahora.  Porque no. Porque yo Quiero seguir coleccionando recuerdos en el álbum que nunca compraré. Quiero seguir teniendo citas en tinder con seres a los que nunca querré y a los que nunca besaré con los ojos cerrados. Quiero cansar a mis amigas con mis historias de citas desastrosas y que luego nos riamos.  Quiero quejarme de todo y de nada. Beber y beber y beber hasta desfallecer. Y al día siguiente verme guapa y más delgada tras la vomitona de ayer.

Pido perdón.
Me pido perdón por haber romantizado la tristeza de tal forma que convivir sin ella se ha convertido en un acto de supervivencia. Me acostumbré a llorar en círculos vacíos donde el centro era yo, al rímmel y la negror muriendo en la mejilla, al apetito fuera de horarios y al hambre de sed.

Me necesitaba triste para escribir. Me necesitaba triste, incluso, para ser feliz.

Salí del útero con las manos en los ojos. Viví en la caverna de un cuerpo que desconozco. Aquí Platón habría muerto. La luz del mundo ciega un párpado cansado de averiguar el color de la nada y pesa más el balanceo del quejido que el elefante colgado de la tela de araña.

Pido perdón.
Me pido perdón por no haber sido consciente de todo lo que me he perdido por no estar presente.  Por las pastillas que se durmieron en mi lengua. Por los dedos que preferí meter en la boca. Por los besos que me has robado y la pedida de cosquillas en las manos. Por la poesía que he dejado pasar por no estar aquí y ahora.